16 de noviembre de 2016

Camarones - Chubut

CRÓNICA DE VIAJE
Una pequeñísima localidad de no más de 1500 habitantes estables se esconde justo en la mitad de la larga línea de costa atlántica que tiene la Patagonia. Aquí no llegan los diarios ni las revistas, la programación de radio local es esporádica y sólo algunos pobladores están diariamente atentos a las AM de Trelew para enterarse del pronóstico del tiempo, que de todos modos no es muy preciso para esta partecita sobre el extremo sur de la bahía Camarones.

Aquí, el tiempo como medida del transcurso de la vida, de los hechos y de la materia que ordenamos según los dientes de leche o el número de canas, y el tiempo, también, ese que adjetivamos en función del sol, de la lluvia y del viento, se amalgaman a veces de manera caprichosa, y otras veces se divorcian apasionadamente y cada cual hace con él lo que quiere o lo que puede. En Camarones el tiempo es de transcurso lento y eso por empezar se debe a que la localidad se encuentra alejada de todo. Sí, alejada de todo pero al lado del mar; o menos del mar, como el lector prefiera.

La ciudad más cercana es Comodoro Rivadavia (240 kilómetros al sur) y luego Trelew (250 kilómetros al norte). Pero además, Camarones no forma parte de una arteria de conexión intensamente transitada, pues está corrido a 70 kilómetros de la ruta nacional 3 y para llegar a esta localidad hay que desviarse por la ruta 30 hacia el Este hasta toparse con el océano: ahí se encuentra un puñado de casas de chapas, galpones con techos de zinc a dos aguas, edificaciones antiguas con paredes de piedra y algunas pocas construcciones más modernas, fundamentalmente oficinas de organismos públicos.

El jueves 3 de noviembre, el viento ciclónico de la Patagonia había dejado a Camarones un poco más incomunicado todavía: las ráfagas provocaron un corte de energía eléctrica que afectó al resto de las comunicaciones: no había Internet, telefonía de ningún tipo y hasta cortes de agua por casi 24 horas. Sobre la costa, los contornos de la enorme bahía quedaban ocultos entre las cortinas de tierra que el viento del Oeste empujaba hacia el mar y en la playa las olas golpeaban como cachetadas y hasta levantaban cantos rodados que se iban a estrellar contra el monumento a los españoles y el portugués Simón de Alcazaba. Más que la Patagonia inhóspita, era un paisaje que inspiraría a Dante a la hora de escribir sobre el infierno.  
El viento amainó en la madrugada del viernes y amaneció un día de verano: 30 grados centígrados, una suave brisa de mar y la bahía se transformó en un balneario solitario para paseantes ocasionales. Camarones era ahora un apacible y benevolente pueblo donde alguno podría figurarse en el paraíso,  con miles de orugas que invadían el asfalto prontas a convertirse en mariposas.  

Dos formas de ver
Antes de llegar al pueblo, sobre el empalme de ruta nacional 3 y ruta provincial 30, levantamos a Omar. El hombre había viajado hasta Trelew a buscar un repuesto para su Renault Traffic, modelo 90 de color bordó. Llegó a dedo hasta el cruce donde esperó dos horas sin más reparo contra el viento patagónico que el cartel que indicaba los 70 kilómetros a Camarones. Omar nació en Esquel, una ciudad cordillerana pero también vivió en muchos otros lugares: Trelew y Córdoba de las que no tiene las mejores opiniones, y en la provincia de Catamarca. “Camarones es definitivo, me quedo para siempre”, nos contaba luego de conversar sobre su enamoramiento con este lugar. La cosa fue así: hace cuatro años lo invitaron a pasar un fin de semana, pescar y desde ahí no tuvo retorno: unos días más tarde se vino junto a su esposa y dos hijos a trabajar de tapicero. Para Omar, las ventajas de Camarones son absolutas: “Es tranquilo, no pasa nada. Dejás todo abierto y nadie te roba”, y por si fuera un argumento menor, agrega más sobre su encantamiento: “Querés comer pescado, agarrás la caña y te vas a la costa. Al rato podés estar comiendo milanesas de gallo o róbalo”.

En “El viejo hotel”, un hospedaje antiguo frente a la bahía, nos encontramos con Mario, un marplatense que tras quedarse sin trabajo en Comodoro Rivadavia vino a encargarse del hospedaje en la estiba pesquera, cuando en el pequeño puerto amarran más de sesenta barcos de la flota amarilla y entonces el lugar se puebla de marineros que esperan salir a navegar.
Según Omar, el pueblo revive de junio a octubre, cuando en la estiba “los changos llegan a ganar hasta 130 mil pesos la quincena”, y luego invierten en construcción, se compran autos y camionetas cero kilómetros y dejan “el coche viejo tirado en los patios”. “Los changos invierten bien la plata. Qué con esa plata…”, analiza Omar sin terminar la frase.

Al margen de los cuatro meses de pesca y del trabajo estacional que representa para los locales, el pueblo vive fundamentalmente de la ganadería ovina de las preciadas estancias de los alrededores. Algunas de las mejores tierras están en manos de extranjeros; pero el anhelo de los camaronenses es ir al campo o hacer una rápida fortuna en la pesca. “La cantidad de animales es impresionante. Imaginate que hace 25 días que están de señalada y todavía no terminan”, nos contaba remarcando las eses Omar, antes de llegar al pueblo mientras miraba uno de los campos que con sus casas y galpones resalta en el paisaje de la estepa.

Eso de quedarse para siempre en Camarones no es para cualquiera. El conserje del hotel es un trabajador de la gastronomía, que había llegado a Comodoro Rivadavia con el fin de hacer una diferencia económica y vivir bien en una ciudad que era como Mar del Plata pero un poco más chica. “Camarones es lindo, y lo mejor es que no está contaminado" nos confiesa, pero contempla que hace casi un día que no hay luz, teléfono ni agua y se refiere al tiempo como una armonía monótona, donde es a la vez una medida física pero también un adjetivo: “Aunque es bastante aburridón; a veces no pasa nada, no anda nadie y no hay nada para hacer”.
En cambio, Omar, un hijo adoptivo de este pueblo marino escondido del resto del mundo, Camarones es parte de su fortuna. Actualmente vive en una casa prestada pero espera la suerte de acceder a una vivienda en un barrio que está por construirse. Dos días después de conocerlo, mientras arreglaba la Traffic en su patio, bajo una incipiente y refrescante llovizna, le dije que sabía darse maña con todo. Me respondió con una metáfora, juntando también el tiempo cronológico con el clima ventoso que acostumbran a experimentar: “Para vivir acá hay que saber de todo, así el tiempo pasa volando”, luego hizo una pausa, me miró a los ojos y descubrió una vieja inquietud mía: “Vos me parece que tenés ganas de quedarte”. 
Fotografías de Sujeto Tácito